Hoy he recordado a la abuela Carmen. La madre de mi madre.
Le peinaba y hacía una trenza que enroscaba en moño.
Dormía en mi cama.
Tosía por la noche.
Me quería aleccionar en aquello que ella consideraba debía.
Una mujer de provecho.
Limpieza de la casa. Fue más ella que mamá o mis tías.
En el pueblo, su nuera, mi tía Emilia, le decía que me dejara, que era muy pequeña.
Ella no lo veía así.
Después de los años, agradezco esa educación, aunque no me haya convertido en la mujer que ella me supondría.
Otro de mis recuerdos de hoy, ha sido que siempre me decía que me sentaba mejor el pelo recogido. Que las greñas no me favorecían.
Se fue en mi adolescencia. Sentí su ausencia.
Tuve muchas vivencias con ella, porque se presentaba en Huesca a menudo y se quedaba un tiempo.
Enviudó en febrero del año en que cumplí cinco. Ese mayo se casó una de sus hijas. Ella con tristeza y velo negro.
Otro febrero también se la llevó.
A mamá también.
No es un buen mes.
La abuela Carmen, cuando llegaba a una de las casas a ver a sus nietos, cogía el pan seco y hacía una sopas hervidas con huevo, que entonces me desagradaban, y que he llegado a hacer en muchas ocasiones. Se hierve ese pan con ajo y una vez está ligado se añade el huevo, removiendo. Un poco de aceite y sal y a cenar.